“Es como la pescadilla que se muerde la cola” Las personas
mayores dicen mucho esto. Como si no fuera suficiente asumir la derrota o la
recaída, siempre llega alguien que tiene que soltar ese comentario sin morbo. Y
sí. Lo reconozco. Lo he vuelto a hacer. He vuelto a sacarte de quicio, a
romperte los esquemas y a serte infiel con mi orgullo. Perdona. Una vez más,
perdona.
El que calla, otorga. Y el que perdona, olvida. Olvida,
porque esa declaración de nuevas oportunidades, lleva intrínseco que, si decides
perdonarme, es porque no volverás a hacer uso de los reproches y los recordatorios
con alarma. Y no te hablo de borrón y cuenta nueva, no. Te digo que simplemente
rompas los calendarios y las páginas escritas, y hagas como si fuera la primera
vez. No la segunda, ni la próxima, ni una última oportunidad. No sé qué
gusanillo nos picará para que seamos tan incapaces de perdonar. PERDONAR.
En mayúscula. PERDONAR. Hoy y ahora. Es como decir: “te dejo
que vuelvas a ser humano, que te equivoques”. Desde que somos pequeños, nos han
enseñado que en la vida todo se aprende a base de errores. Baches en el camino,
ante los que debemos crecernos, para que la debilidad no llame a la puerta
y se siente en nuestro salón. Entonces, ¿qué te pasa? Qué es lo que no te deja
ser adulto con teorías infantiles, y reconocer: sí, te perdono.
Te da miedo. Lo he hablado con tus ojos cientos de veces. Me
han dicho, de mil formas distintas, que no saben qué hacer sin mí. Y que les
abruma la idea de que llegue el día en el que no sepas perdonar. El miedo, en
realidad, es un mecanismo de defensa hacia los cambios. Pero yo te digo que no
te defiendas, amor. No te voy a atacar.
Pero perdóname. Hazlo a ciegas. Como si fuera una
declaración de amor. Nos hace fuertes. Nos hace crecer y aceptar que, igual que
una vez nos perdonaron, nosotros también debemos tener esa valía. Confianza
sobrenatural, que indica que no importa cuánto tiempo tardes en dejar de ser
humano.
Yo voy a quererte hasta cuando menos lo merezcas.