Inspiration

viernes, 9 de enero de 2015

Las revoluciones que surgen en la calle son las que menos duelen. Las guerras de fuego están para asustarnos, para evitar que los verdaderos terremotos arranquen vidas. Mi revolución, la tuya y la suya. La interna. La que provocamos con un choque de sentimientos. Las batallas anónimas, sin cargar con munición ni gastar gasolina en tanques, son las que duelen. Que aparecen de la nada, como una canción aleatoria. Inesperada. Cuando te hieren en el punto vulnerable más escondido; cuando no puedes ni hablar por miedo a reflejar tu debilidad en sus ojos de pena. Por miedo a que se dé cuenta de que te tiemblan los labios; y que tu sonrisa camufla una almohada empapada en lágrimas. Entretienes la defensa con telarañas, para evitar otro ataque. Para evitar volver a escuchar lo que por dentro de ti comienza a arder. Para alejar la idea de que el nombre más tecleado en tu ordenador, está a punto de cavar trincheras en los últimos capítulos de vuestra historia.


Llegué a llamarte caballero, soldado. Llegué a pensar que no tenía la cabeza como para hacerte creer que no me importabas. Que un día me tocaría reconocer. Y lo hago hoy. Seguramente ahora ni estarás pensando en qué será de mí. Qué me confunde y qué no me deja dormir. Qué hay de más en mi agenda para evitar pensar que no hay casualidades que se hayan interpuesto entre nuestros bandos. Fuimos nosotros y mi pequeña obsesión por siempre atormentar los sentimientos primerizos. Y que si no era amor, era vicio. Porque jamás una boca me hizo regresar tantas veces por un beso. Tantas y a oscuras. Entrelazando copas o sin ellas. Dentro o fuera. En las camas en llamas o en las vacías. Porque preferiste alegrarme el corazón y no la piel. Y porque ahora, la destruyes. Pero hasta los últimos bombardeos quedan reflejados. Por lo que un día compartimos.


A ti, te reconozco, que aunque nunca fuimos nada, siempre hubo algo entre nosotros. A ti, gracias por hacerme sentir que era capaz de volver a sentir

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