Inspiration

miércoles, 31 de diciembre de 2014

Muchos se quejan de la Navidad porque es una excusa para acertar siempre con la sonrisa a cualquier pregunta. Son días para gastar y ensuciarnos las manos con todo lo que callamos, por no mancharnos con una nueva diferencia familiar. Están los que se empeñan en no ver el lado bueno de las cosas y se encierran en la misma paradoja año tras año, sin entender las colas de tres horas para que nos envuelvan un regalo. Nadie nos impone llorar de alegría. Ni dar abrazos de más. No conozco la política de la necesaria sonrisa en Navidad (todavía), ni voy a sentirme culpable por no perdonar lo que jamás tendrá una segunda oportunidad. Pero a los que se niegan a reconocer que no son las fechas, eres tú, esos tampoco merecen un perdón. A mi que no me engañen, que no necesitas convencerme de que no te has emocionado al ver a tu madre preparando un festín solo para cuatro, porque sí. Porque la hace feliz. No hagas el esfuerzo en hacerme creer que las palabras de cariño son fruto de las fechas especiales. Te guardo el secreto de que reconoces, como todos, que en el fondo la Navidad no es más que disfrutar de la felicidad de las personas que más quieres.


Que empezar 365 días no nos asuste. Que el miedo y las posibles caídas nos alienten a motivar cada noche. A no conciliar el sueño y gastar tiempo en entender un poco más lo que nos rodea; que no malgastar. No cansarnos sin haberlo intentado dos veces, y tres, que es la vencida. Ganar las batallas, habiendo perdido unas cuantas. Por eso de aprender de los errores. Pero que si pudiéramos retroceder en el tiempo, cometiéramos los mismos. Porque mientras caíamos en la tentación, nos supo a lo que deben saber todos los errores: a aventura. Tener la fuerza de soplar una vela más cada año, sin que pesen a la espalda las 21 anteriores. Que lo que me destroce la columna sean todos los recuerdos acumulados, las instantáneas de los mejores momentos y los discursos que más lágrimas provocaron a lo largo de nuestra historia.

martes, 16 de diciembre de 2014

Las oportunidades siempre vienen de la mano de un y si. Son inseparables. Marcan la disyuntiva tentadora a nuestra elección; el pánico y el miedo que nos producen las decisiones más importantes. Y yo me aferro a cada y si que se me cruza en el camino. Porque me asusta. Me asusta la felicidad con la que me brillan los ojos cada vez que él decide regalarme una sonrisa. Y me gustan todas: desde las que se esconden tímidas, hasta las que terminan en carcajada. El caso es que siempre termino en la misma posición bajo las sábanas, escondida. Solo cuando el coraje llama a mi puerta, y no me quedan suministros para seguir recordando una imagen difusa de la última vez que me miró, me atrevo a retarle de nuevo. A empezar a jugar y esquivarnos con las ganas en la mirada. De verdad, qué tiene. Todo eso que me empeño en ver solo yo, mientras los demás no le dan importancia. Por qué a mí me vuelven loca todas y cada una de sus manías si, al fin y al cabo, son suyas, y no nuestras. 


Me entienden, ¿verdad? Ustedes también tienen a esa persona que te alegra el corazón con tan solo dirigirse a ti. Aunque no sea personal. Aunque solo sea para preguntar la hora y que valga de excusa para recordar siempre ese minuto. Y justo en el momento de añadir un nuevo signo de interrogación a nuestra pequeña y atípica conversación, él ya se ha ido. Demasiados y si me dejaron con la miel en los labios. Y de nuevo me doy cuenta de la cantidad de oportunidades que dejo pasar por el miedo a quedarme sin lo que quiero escuchar; demasiados análisis previos sobre qué dirá y cómo contestaré a lo que surja después; y más posibilidades en mente de las que realmente existen. Sencillo y directo. A la próxima, no la pierdo.


Y no la pierdo. Me he lanzado a la piscina y ahora me veo reflejada en sus ojos. De verdad que sí. Aunque solo sea por un par de minutos. Pero, de eso se trata, ¿no? De no volver a sentirme culpable por no haber llamado a su puerta y sonreír al recordar lo maravilloso que fue quererle. Sin importarme la cantidad de daños colaterales y mañanas tardías echándole de menos que pueda tener. Porque esto es algo maravilloso. Esto que tenemos, sin ser nada. Esto que me alegra el corazón con tan solo verle pasar. ¿Y si se lo alegro yo a él?


¿Y si no quiere más?, ¿y si le quiero para siempre?

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Llega el frío. Sucesión de emoticonos de Navidad y temporal (aunque nunca nieve). Ganas de ver una peli en casa enredada en mantas, con o sin chocolate, porque siempre se nos olvida ponerlo a la lista. Este año hasta me da igual si decidimos comedia o acción, mientras sea con vosotras. 300 fotos hasta conseguir que la serpentina violeta quede estratégicamente natural sobre el mechón que cae sobre el hombro. Más de diez minutos debatiendo sobre el color del papel que envolverá tu sonrisa durante los segundos que tardes en devorar los regalos. Brindar por los reencuentros y escribir mensajes que consigan sonrojar alguna mejilla. Y así, como quien no quiere darse cuenta de que ya han pasado 11 meses, vivimos los últimos 31 días del año deseando sentarnos a la mesa y, por fin, volver a oler el perfume de tu madre en cualquier rincón de casa; ir a la cocina y ver que la despensa nunca está vacía; que tus gatos son un poco más grandes, pero siguen escondiéndose debajo del mismo cojín diminuto; que aunque no encuentres una silla para ti, siempre estás entre nosotras y extrañamos tu poco espíritu navideño y la fuerza con la que invadiste mis 18 primeros años, dejando suministro suficiente para el resto de mi vida. Los encuentros furtivos por la calle, de esos que te cuesta reconocer. Y que no cambio Holanda por nada del mundo, pero os echo de menos. Y necesito de vuestra medicina, de vuestra obsesión por las bolas rojas y plateadas y mi empeño multicolor por que el árbol de Navidad parezca una acuarela.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Me asusta la velocidad con la que el tiempo me chantajea. Ya no le da miedo correr y permitir que entre la noche y la mañana, no haya más que un parpadeo. Porque, de verdad, fueron dos veces las que abrí los ojos; y en la segunda el sol ya entraba por la ventana. Y por no volver la lista finita, me asusta no pararme en cada suspiro. Que todo sea tan predecible. Escucha, vamos a sentarnos a hablar y pensemos en lo que estamos haciendo. En cómo, otra vez, los tópicos más comunes salen a nuestro encuentro para descentrarnos la mirada de la tentación.
Dicen, los que hablan, que mejor prevenir que curar, ¿no? Pero cuando la oportunidad de disfrutar se antepone al posible dolor que te pueda causar esa herida, ¿cuánto pesa el tiempo que tengas que invertir en curarte? Y es que simplemente hay momentos, oportunidades y hasta incluso personas, por las que merece la pena no prevenir. Y ya si eso, después, cuando no quede más a lo que aferrarse, curaremos el deseo. Esa cicatriz de ganas de más. De acelerar y que pasen mil noches y un solo día. De saltarnos el semáforo en rojo. Esos siguientes 100 días de cura en los que no podrás dejar de sonreír por haberte equivocado. Conmigo.