Inspiration

jueves, 30 de octubre de 2014

Cuánto vale una mirada. Y cuánto pagaríamos a veces por una. Hay relaciones que se basan en compartir segundos fugaces. Te miro, me miras, nos miramos. Sin que nos demos cuenta y sin levantar sospechas. Que nadie se percate de que nos conocemos sin hablar. Sabes la cara que pongo cuando me río y yo conozco tu ceño fruncido. Y he de reconocer su encanto; realmente son momentos que esconden una magia especial. Es como jugar al escondite para mayores: estás deseando encontrarle, pero mantienes la teoría de que esta vez él no te encontrará.

Pero te equivocas; bajas la guardia y vuelves a perder la partida. Ambos pierden. Y en lugar de rabia, sientes un deseo incontrolable de saber en lo que piensa. Por qué lo hace. Por qué no habla si con los ojos ya me lo ha dicho todo. Y por qué no hablo yo. Si no le interesara, entonces me habría quedado jugando sola, sin ir ganando y perdiendo batallas, estancados en el primer nivel.


Es un riesgo que todos corremos, la letra pequeña que nadie lee y el prospecto que tiramos por incordio. Nadie nos dijo que la curvatura ocular escondiera tanto. Ni que fuera capaz de despertar deseo. Hay ocasiones en las que el juego solo dura una noche, un día, una semana... Por pedir, no existe final. Está en nuestras manos dejar de mirarnos y decirnos todo lo que hemos ensayado mil veces delante del espejo. Porque sí. Somos mujeres y hacemos esas cosas: ponemos música y le damos rienda suelta a la imaginación, basándonos en la profundidad de sus ojos. Pero entonces caes en la cuenta de que lo más bonito es esa capacidad que hemos desarrollado para huir el uno del otro estando a menos de cinco centímetros de distancia.

Te lo digo por escrito. Porque no te hablo. Pero me gusta la manera en la que sonríes con tus ojos.

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