Inspiration

lunes, 3 de noviembre de 2014

La gente le tiene miedo a las despedidas. Le abruma la posibilidad de que esta vez sea la última. Que la vida da tantas vueltas que sin querer se cambia de carril y nos desvía de lo que pensamos que sería la mayor caravana. Nos encuentra nuevas rutas, incluso las que no salen en el mapa y son dignas de la mejor foto del otoño. El otro día me senté en la estación y me convertí en espectadora durante los últimos 10 minutos que esa pareja se dedicó. Yo no sabía su historia, pero al volver a casa seguía pensando en ellos. Ella le miraba de la misma forma que yo te miré a ti. Se moría de ganas por besarle de nuevo y deshacer su maleta allí mismo. Y controló el impulso de colarse por la ventana y así impedir que su corazón se alejara en tren.


Quise decirle que se marchara. Él no iba a volver. La chica que vale la pena tener es aquella que no espera por nadie. Esa que no tiene miedo de que un hasta luego pueda convertise en un adiós. Porque los puntos suspensivos se vuelven definitivos con tal solo borrar dos. Pero no quise privarla de los próximos tres días sin moverse de la cama. 72 horas que le servirían para darse cuenta de todo lo que se estaba perdiendo. Y así, tan fácil y tan complejo al mismo tiempo, las personas han ido creando un escudo protector para el día en el que tengan que despedir a alguien. Nos da miedo sentir demasiado, o sufrirlo. Nos asusta todo lo que tenga que ver con sentirnos solos, o acompañados por uno mismo, y no por el soporte firme de su hombro. A mí me aterraba el cambio, perder la noción de lo establecido y tener que ir descubriendo nuevos caminos sin compañía en el coche.

Y hoy, me asusto cada vez que me das las buenas noches. Por si no vuelves. O por si te quedas para siempre.

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